Espíritus y memoria
La historia de nuestra tierra se ha escrito con pluma de doble intención. Se repite que los pueblos originarios fueron exterminados, esclavizados y despojados de todo oro. No lo creo. Basta entrar a una iglesia en América y mirar sus altares, o recorrer ciudades y universidades coloniales que llevan siglos en pie, mientras edificios de los años setenta ya se derrumban. Ese discurso no sirve a la verdad, sino a los gobiernos de turno.
Lo incómodo se mutila. Lo útil se magnifica. Por eso tengo descontento con la historia que se nos cuenta, con las palabras que se roban y con las que se distorsionan.
Lo cierto es que muchos sobrevivieron. De ellos heredamos maneras de vivir e interpretar el mundo. No abundan los dioses: abundan los espíritus. Hablar con ellos no es raro, es cotidiano. No todos pueden hacerlo; se nace con esa condición.
Mi padre, ya viejo, me dijo hace poco: “Me llegó una señal: uno de mis hermanos va a morir”. Y tenía razón. Él asegura que escucha a los espíritus. Yo no nací con ese don —o maldición, como él mismo la llama—, pero lo he visto. No habla de fantasmas de feria ni de sábanas flotando. Habla de murmullos, voces antiguas, presentimientos que se imponen en el viento, en olores, en señales de la naturaleza. Lo guarda en silencio porque sabe que en este mundo moderno lo diferente es inadecuado.
Antes, a quienes tenían ese don los llamaban profetas o videntes. Hoy los llamarían locos. Si Newton y otros tantos hubieran nacido ahora, quizá habrían terminado en un sanatorio, reducidos a pacientes medicados.
Los pueblos antiguos no fueron ni santos ni demonios. Tenían cosmologías ricas y sistemas de conocimiento avanzados, pero también sacrificios humanos y guerras rituales. Igual que ahora: en pleno siglo XXI hay naciones que bombardean poblaciones enteras a la vista del mundo. Para unos son criminales, para otros héroes, y para la mayoría apenas una noticia más. Así fue, así es, y así será.
En muchos lugares se cree que algunos espíritus se quedan pegados en esta realidad: por amor a sus huesos, por deudas, o porque dejaron algo enterrado. De niños nos vigilaban para que no enterráramos ni una moneda jugando, para que un alma no quedara atrapada y sin poder partir.
La visión de los antiguos era simple: el alma puede volver, pero solo dentro de un radio de distancia desde donde murió. No hay premio ni castigo, solo un fluir que se acepta. Los grupos humanos se mantenían cerca porque era natural pensar que tu abuelo podía regresar en un hijo o en un vecino. Hoy se insiste en que eran territoriales por ambición, pero quizá era solo el deseo básico de no renacer entre enemigos.
Esa visión se parece al taoísmo. No por influencia, sino por afinidad. Ambos entienden el mundo como un tejido de ciclos, oposiciones que se complementan, vida y muerte como parte de un mismo flujo.
Crecí dentro de eso sin ponerle nombre. Ahora sé que era un estilo más viejo que yo mismo, aprendido sin pizarrón ni maestro, solo en el día a día.
Y quizá por eso vivo como vivo: sin memoria o historia que rescatar, con pensamientos que se encienden y se apagan. Me enciendo para hablarle a los que amo, y me apago para seguir en paz. Así soy, así es mi mundo, y así aprendí a habitarlo.